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Asuntos de la luna

  • Eder A. Mariscal
  • 26 abr 2017
  • 2 Min. de lectura

Había una vez un niño tan pequeño como un cacahuate que nació de una tormenta helada que azotó el planeta Tierra. Por casi cien años esperó congelado en medio de un enorme glaciar en el Polo Sur. Con los años el clima cambió y el gigante pedazo helado se comenzó a desgajar, dejando varios trozos gélidos navegando hacia el Norte. Poco a poco el sol comenzó a derretir los bloques viajeros y fue así como el último de ellos alcanzó a llegar a las costas de un país alargado, donde se terminó de derretir sobre la arena, dejando al descubierto, al pequeño niño que antes mencioné.

La apariencia de este pequeño era bastante peculiar, ya que todo su cuerpo y su ropa estaban hechos por completo de brillante cristal, algo parecido un cubito de hielo. Poco a poco anocheció en el puerto y la marea comenzó a subir, amenazando con llevarse al niño de regreso al mar. Pero antes de que esto sucediera, el fulgor lunar hizo brillar su figura y encendió una pequeña luz azul en su pecho, resplandor que brillaba como un pequeño faro en la oscuridad de la noche.

Un curioso pelicano percibió aquel diminuto destello y no dudo en llevarse a la boca al pequeño niño, dejándolo descansando sobre su saco gular, esa bolsa que la mayoría de los pelicanos llevan colgando en su hocico. Luego levantó el vuelo entre corrientes frías de viento y voló más al sur en busca de calor.

Dos días completos pasó el niño de cristal en pico de aquella ave, que lo escupió una tarde después de casi ahogarse al intentar tragarlo. Entonces el pequeño cayó de nuevo sobre la costa, esta vez de un lugar con mucho más calor. Uno de sus brazos se estrelló levemente a causa del impacto y luego el niño de cristal se quedó unas horas más recibiendo la luz del sol.

Para cuando el firmamento se tornó azul oscuro, el niño seguía ahí, descansando sobre la arena tropical. Y entonces la luna intentó terminar de hacer su trabajo, haciendo brillar aún más la luz en su torso, pero nada especial sucedió.

Una estrella fugaz atravesó el cielo justo en ese instante y es bien sabido que todas las estrellas fugaces son capaces de cumplir un deseo, siempre y cuando sea de carácter noble. Pues resulta que muy, pero muy lejos de ahí un niño huérfano pedía con todas sus fuerzas, frente al borde de una pequeña ventana sin cristal, encontrar un amigo con quien pudiera compartir sus alegrías y su soledad. La estrella fugaz viajó veloz hasta la playa y cayó directo en el pecho del niño de cristal, haciendo brillar con una intensidad majestuosa la luz que la luna había puesto anteriormente en el torso del pequeño.

Fue entonces que el niño de cristal abrió los ojos. Contempló el cielo lleno de estrellas, sintió los granos de arena con sus deditos y luego vio a la luna colocarse justo sobre él para susurrarle un secreto. El pequeño escuchó atento y luego sonrió feliz, tenían un plan.

Eder A. Mariscal


 
 
 

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